Por: Martha Karina Rotavista Pinzón
Cada dos años propios y extraños se reúnen en Riosucio para hacerle honor al carnaval, luces, antifaces y por supuesto el majestuoso Lucifer hacen arribo en el municipio con cientos de turistas que llegan atraídos por el renombre que hoy en día tiene esta fiesta.
Con ellos también disfrutan los habitantes del pueblo y por supuesto, regresan los que se fueron a otras tierras, esa es la excusa perfecta para el reencuentro.
Otros en cambio no nacimos allí, no estudiamos allí, ni crecimos allí, pero nos hierve la sangre como al más riosuceño de los riosuceños, lo somos por adopción y por voluntad propia, allí nacieron nuestros bisabuelos, abuelos, tíos, allí nos heredaron las historias de las minas, de los duendes, de las guacas, conocemos qué es Quiebralomo, Bonafónt, San Lorenzo, Lomaprieta y Tumbabarreto, sabemos que es una rasca con guarapo y un desayuno con envuelto y chiquichoque, y obviamente, no le tememos al diablo, sino que nos disfrazamos y salimos a parrandiar con él.
De niña recuerdo que mis abuelos contaban sobre las familias extranjeras que llegaban al pueblo cuando era una próspera cuna de oro, hablaban de los Gärtner, los De la Roche, los Nicholls, los Cook, los De la Cuesta, en fin, una lista larga que mostraba que Riosucio era un municipio, pequeño pero acogedor y con futuro, tanto que era referencia para varios europeos. Un municipio ‘envolvente’ o como dice un estribillo de una canción que suena en carnaval y que se refiere a la fiesta: “atrapador como una enredadera” y es verdad, no podemos soltarnos ¡somos risueños!, no importa que allí no hayamos nacido.
No hablo solo por mí, en mi oficio como periodista he conocido a más de una persona que siente ese pueblo como propio y guarda de allí sus mejores experiencias.
Y es que si de recordar se trata podría mencionar más de unas vacaciones. De niña era una sensación ir a visitar a la ‘tía mona’, eso significa tres horas de viaje Pereira-Riosucio…tres horas en que la conversación con mi abuela, era sobre la patasola, el mohán y la madremonte, que corría por los cafetales, que se aparecía por las veredas y que se llevaba a los niños desobedientes. ¡Menos mal yo no clasificaba! Ahora ya no tengo a mi abuela (a la lliza) como la conocían en el pueblo, pero si cuento con la fortuna de tener a mis tíos que son en gran parte las responsables que continúe con ese legado riosuceño.
Recuerdo los desayunos con bizcochuelos, el caramelo (de ese que estira) y el señor que en el parque adivinaba la suerte cuando sacaba unas cartas con un lorito verde, me acuerdo de los árboles del parque de abajo ¿quién de nosotros, los de la tierrita, no tienen una foto ahí? si esas ramas parecía que fueran a la peluquería con formas tan extrañas y tan únicas.
A Riosucio me une todo: un pasado, un presente que he construido y un futuro con el compromiso que mis generaciones sentirán el mismo orgullo que yo cuando en cualquier parte del mundo les hablen de este pueblo de indígenas y extranjeros, enclavado en las montañas de Caldas.
Y si… no necesité nacer allí, el amarillo, blanco y verde de su bandera lo conozco bien, lo tengo en mi memoria y le hago honor en mi corazón.
Bien lo dice el himno del carnaval, ese que todos terminan cantando en una esquina en fiestas al compás de una chirimía: “De Riosucio la tierra querida, eres timbre de gloria inmortal”, de esos timbres que llegan, que marcan, que perduran, que no sueltan.
¡Salve para mi pueblo amado!
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